LA REPOSTERIA EN EL VIRREINATO DEL PERU
Con el arribo de los europeos al continente americano, llegó también un insumo indispensable para los actuales postres peruanos, el azúcar. Procedente del Viejo Mundo, pronto empezó a combinarse con los productos autóctonos para sentar las bases de la riquísima y variada repostería que disfrutamos hoy en día.
A esta diversidad también contribuyeron otros productos foráneos (los guindones, la manzana, el membrillo), así como la maravillosa hibridación que la cocina ibérica experimentó tras su contacto con los árabes. Durante la Conquista y la Colonia, calaron en la cocina de esta parte del mundo los al-fenid o alfeñiques y esa joya de circunferencia perfecta llamada alfajor.
La cultura dulcera peruana comenzó entonces su definitivo proceso de consolidación. Con la altísima producción de azúcar en territorio peruano y la perfecta conjugación de productos autóctonos y extranjeros, se dio inicio al auge de la repostería peruana.
En este periodo fue fundamental el papel de los conventos, recintos en los que nuestro incipiente caudal de postres se robusteció gracias a la dedicación y entrega casi mística de las monjas. Ellas eran las encargadas de idear y preparar con sus hábiles manos varios de los manjares que hasta la actualidad nos sorprenden y cautivan. Otro factor fundamental en la difusión de la repostería peruana fue la presencia de las confiterías, establecimientos normados de forma rigurosa, pues los productos que salían de ellos debían tener una calidad óptima y respetar los pesos y precios oficiales. Hacia 1631 existían ya dieciocho confiterías en Lima.
En esta época la repostería no solo brindó placer a las élites españolas y criollas, sino también a los sectores populares gracias, principalmente, a las sirvientas y esclavas, quienes llevaban las ideas culinarias de sus centros de trabajo a sus hogares y barrios, en donde eran reelaboradas. Así, añadieron su «granito de azúcar» al ya extenso abanico de postres coloniales, con preparaciones de raigambre popular como el arroz con leche, el frejol colado, la mazamorra morada y el turrón, que pasaron a formar parte de las mesas familiares junto a recetas de alcurnia como la bola de oro, el budín de frutas y el manjar blanco de yemas.
Cuando la tradición que tal era la pasión gastronómica de los pobladores de las ciudades coloniales que, para saber la hora, las personas no consultaban reloj alguno, sino que se guiaban por los pregones de los vendedores ambulantes: la lechera indicaba las seis de la mañana; el bizcochero, las ocho; la tamalera, las diez; a las once de la mañana pasaba la mulata del convento vendiendo ranfañote, cocadas, bocado de rey, chancaquitas de maní y frejoles colados; a la una de la tarde circulaban el vendedor de «ante con ante», la arrocera y el alfajorero; a las dos, la picaronera y el humitero; a las tres, el melcochero y la turronera; a las siete de la noche pasaban pregonando el caramelo, la mazamorrera y la champucera; y así hasta las nueve, entre platillos dulces y salados.
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